Hace mucho… mucho tiempo en estas tierras toledanas de olivos y encinares, habitaban campesinos que cosechaban cereales y pastores que cuidaban ovejas y cerdos. A la vera del río Pusa cultivaban sus huertas, y en los montes aledaños cazaban conejos y perdices.
Cuenta la leyenda que en una ocasión llegó por estos lares un extranjero, al parecer de origen musulmán, que entendía de comercio, juegos y otras excentricidades. Cautivado, al parecer, por la belleza de una joven campesina se enamoró vivamente. El padre de la muchacha, que no se fiaba del extranjero, decidió ponerle a prueba antes de concederle la mano de su hija.
Le pidió que recolectara del campo bellotas y aceitunas y que hiciera dos montones, uno con las bellotas y otro con las aceitunas, tan altos como el campanil de la iglesia de San Martín. Le dio tres días para conseguirlo y sólo puso una condición: los dos montones debían ser exactamente de la misma altura.
El extranjero comenzó afanoso su labor y al cabo de los dos primeros días consiguió el reto y se fue a dormir tranquilo. Pero, al amanecer del tercer día, contempló horrorizado que el montón de aceitunas había menguado su altura al comenzar a derramar su jugo, el aceite, por la presión del peso.
Los campesinos reían y saltaban alrededor del extranjero burlándose de él, mientras seguía derramándose el aceite por el montón de aceitunas. Tal fue su enojo al entender entonces la burla que se fue para siempre de allí no sin antes maldecir a los campesinos y proclamarles un oscuro vaticinio: “mañana ese montón, el de aceitunas, será el más alto y lo será para siempre”.
Al día siguiente los campesinos contemplaron con estupefacción que el montón de bellotas había prácticamente desaparecido, pasto de los cerdos; y boquiabiertos se quedaron al ver que el montón de aceitunas se había convertido en un gran montón de tierra.
Verdad o mentira, hoy en este paraje llamado “El Montón Alto” puede todavía verse un gran montículo de tierra, rodeado de olivos y encinas.